24.5.06

¿Y ahora qué?

Y aquí me tienes. ¿Y ahora qué? No sé cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que levanté mi cabeza, desde la última vez que vi el sol. Me ahogo entre mi propia oscuridad, muevo los brazos buscando una respuesta y no hago más que tropezarme con mis propios pedazos que inundan el suelo.

No recibo los rayos de tu luz que deben secar las lágrimas que recorren mi cara y van a parar a un mar sin peces, ni estrellas, ni sueños. Una tarde te vi llegar junto a mí para después desaparecer dejándome en una caja de cartón con mi corazón a la deriva. Busqué entre las sábanas tus razones, pero encontré un hueco frío y vacío que una vez llenaste y que poco a poco se va agrietando.

En una de esas olas que no van a ningún sitio, me ha venido a la cabeza aquella tarde de octubre en que nos conocimos. Ni me acuerdo ni me interesa recordar cuál fue la primera palabra que te dije. El sol ya no hacía daño y las hojas que caían ocultaban todo aquello que no queríamos mostrar. Ése ha sido nuestro error durante estos años. Nos hemos ocultado hasta lo más visible. No hemos sabido decirnos la verdad, aunque nunca mintiese cada vez que te dije un “te quiero”, ni siquiera aquel último en la fuente del parque donde tanto nos gustaba pasear y donde, de una vez por todas, se acabó lo que no tenía continuación, lo que desde meses atrás se había convertido en un infierno. Y sigo preguntándome qué nos ha pasado, por qué ahora puedo odiarte con las mismas fuerzas con las que te quise, hasta el punto de tener que evitar tu cara hasta en los más profundos sueños.

Ojalá tuviese suficiente valor como para decirte todo lo que he callado, todas las veces en las que me he cosido la boca para no chillarte el mal que me estabas haciendo. Quizá ese fue mi gran error, no decirte que me apagabas cigarros en la frente, no decir nada. Sólo me golpeaba la cabeza contra la puerta del armario intentando sacarme la venda que me cegaba, la que me hacía volver a ti. Como la peor de las drogas, necesitaba mi dosis diaria de ti, que me matabas y me hacías vivir. Era inevitable este final, lo que no recordaba es que no es tan fácil dejar de fumar.

Lo peor de todo cuando me miro al espejo es que no puedo culparme de todo lo que te hice. Quiero escupirme, pisar mis cristales rotos, decirme a mí mismo que todo lo que te hice no lo merecías, pero no puedo ni hacer eso. No cuando recuerdo todas esas noches en las que la versión oficial me decía que salías con tus amigas y la versión matinal me contaba cosas muy distintas al oler aquel perfume caro de hombre y ver aquella pequeña tarjeta de hotel de lujo en tu bolso. Esas mañanas en que me iba a dar un paseo porque me agobiaba estar en casa, porque olía ese perfume por cada rincón. Esas mañanas en que no era capaz de mirarte a los ojos y ni siquiera me atrevía a preguntarte dónde habías estado, porque tenía miedo de que me dijeses la verdad.

Recuerdo las mañanas ojerosas en las que reposaba mi cabeza sobre mis manos en la mesa de la cocina. A pesar de la ducha matinal, sentía todavía el alcohol recorriendo cada rincón de mi cuerpo. Todo mi mundo giraba sin parar en torno a esa taza de café que con su calor creaba una atmósfera más propicia para dormir que para ir a trabajar. Tú pasabas a mi lado, impasible. Otra vez lo había hecho, había abandonado mi cama, tu cama, nuestra cama. Esa en la que nos besábamos y acabábamos mirando al techo como si fuesemos dos desconocidos. Otra vez me vestí y salí en busca de alguien que me diera lo que tú no me ofrecías, eso que evitaba cerrar el círculo que forma la O de unión. Jugábamos como quinceañeros enamorados hasta que te cansabas de mí y decidías que era suficiente. Buscaba en ti alguien en quien confiar, mi mejor amigo, mi compañero, mi otro yo, mi amante. Pero tú no lo hiciste. No creí que intentar disfrutar te hiciera daño, ¿por qué iba a hacértelo? Si tú no lo hacías, no debería importarte que tu hueco lo rellenase otro, que dejase que mi piel rozase otra piel y secase el sudor de mi frente con los besos de otro hombre.

Pasaba los días esperando la noche para estar contigo y las noches esperando el día para separarme de ti. Lo que cada noche fue amor verdadero con el tiempo se convirtió en una estúpida obligación que acababa atándonos a la cama. Fue así como inevitablemente escapabas, de vez en cuando. Nunca dudé que sabías que yo conocía el verdadero motivo de tus escapadas. No hacías nada por ocultarlo. Hubiera dado lo que fuese por meterme en tu mente aquellas mañanas en las que yo me marchaba a odiarte fuera de casa. ¿Qué pensabas? ¿Te reirías de mí? ¿Disfrutarías sabiendo que yo lo pasaba mal? Siempre tuviste esa mente retorcida. A estas alturas sería absurdo jurar que yo siempre te fui fiel, pero siempre tuve la decencia de no restregártelo, de no humillarte, de no pisotearte hasta verte sangrar. Aún hoy dudo que te enterases nunca de esto. Y así llegaban las noches. Cada uno a un lado de la cama, sin hablar, pero sabiendo que nuestro lecho estaba partido en dos, que no se respiraba más que odio y que, tarde o temprano, perderíamos el equilibrio sobre la cuerda cada vez más floja. Hoy, no sólo hemos perdido el equilibrio, sino que nos hemos dado cuenta demasiado tarde, de que nunca colocamos la red bajo nosotros.

Idas y venidas dando vueltas en camas ajenas. Pero aún así, no sé por qué, tenía la necesidad de volver a tu lado, de sentirte así de distante. Tenías algo que no encontraba en ningún sitio. Tu calma equilibraba mi huracán. Eras quien me lanzaba el vaso de agua a la cara para que despertase, para que mis pies volvieran a la tierra. Necesitaba el olor de tus camisas en las que encontré carmín de mujer. Nunca dije nada, pero tampoco podía enfadarme, no sentía celos, ni envidia. Tú eras como yo, yo era como tú. Pero nos necesitábamos sin razón aparente. Se erizaba mi piel cuando me rozabas, no sé por qué. Todavía eres especial. Te echo de menos y me pregunto si tú también lo haces.

¿Cuánto tiempo ha pasado? La verdad es que no llevo la cuenta. Ni de esto ni de nada. Desde que nos dijimos adiós nunca nada me ha preocupado. Eso pasa factura, en ningún trabajo quieren a alguien sin preocupaciones y yo no soy ninguna excepción. Las marcas en mi muñeca, un tanto maltrecha, aseguran que te echan de menos. Yo me niego a darles la razón. Tengo miedo de dársela. Sé que si se la doy, si ahora mismo te viera, en cualquier lugar, después de este tiempo, no podría evitar recordar. Mi imperfección me haría recordar las mañanas abrazados y no gritándonos, las tardes buenas y no las malas, las noches de amor y no las de odio. Mi imperfección me dice que, si te tuviera delante ahora mismo, a mis labios se les escaparía un “te quiero”. Y puedo jurarte que entonces, tampoco te mentiría. Quizás las dos únicas palabras a las que siempre guardamos respeto.

Cogeré valor (o cara dura) de donde no lo hay. Mañana me plantaré en tu casa, te diré todo lo que hay, todo lo que no hay, todo lo que hubo y todo lo que quiero que haya. Quiero volver a decir que somos dos, con todos nuestros defectos. Si sonríes, te besaré. Si me cierras la puerta en la cara no me volverás a ver, ni tú ni nadie. Mi decisión está tomada, ya solo me queda saber la tuya.
Alba y Diego

4 Comentarios:

Blogger albius dijo...

Un placer escribir a medias contigo! Primera colaboración blogueril, pero no será la última, seguro.
Besos!

24 mayo, 2006 04:03  
Blogger Diego dijo...

Un placer, igualmente Albita =)

¡Pero la próxima va incluida en tu blog! Me siento como Calamaro haciendo colaboraciones xDDD


Mil y un besos

24 mayo, 2006 04:06  
Blogger anita dijo...

oh
un lujo leeros :):)
me ha gustado
no
me ha encantado !

el viernes lo interpretais, va?
besazos!

24 mayo, 2006 11:05  
Anonymous Anónimo dijo...

FOLLEN!!!!!!!!

24 mayo, 2006 23:57  

Publicar un comentario

<< Home