El adiós
Me ajusté la corbata negra, a juego con el traje, y salí de aquella habitación donde no daba el sol. En la calle, hice una seña al primer taxi que vi y me dejé caer en uno de los asientos traseros. Hice caso omiso a los dos o tres intentos de conversación del conductor, mientras repasaba mentalmente en diapositivas el tiempo que quedaba atrás. Los no muchos pero demasiados años, mal llevados, que llegaban a su fin.
La silueta de los cipreses se hacía cada vez más visible, a medida que nos acercábamos al destino. Junto a la puerta, le di al taxista el primer billete grande que encontré sin atender demasiado al color ni esperar la vuelta. Crucé el oscuro umbral y me dirigí con paso tranquilo a la sala que tenía anotada en un trocito de papel arrugado. Una vez frente a ella, volví a comprobar el papel antes de devolverlo al bolsillo y me dispuse a abrir la puerta que me separaba del interior.
En el centro, un féretro abierto, iluminado por incontables velas azules y envuelto por el intenso olor a incienso. Nada más. Nadie más. Justo como lo esperaba.
Me acerqué lentamente, rompiendo con cada paso el silencio que invadía la estancia y midiendo cada movimiento con cuidado. Me acerqué hasta donde la luz de las velas me permitiera ver el rostro con claridad.
Y allí me vi, tumbado, esperando nada. Vi mi rostro, pálido y sin expresión alguna.
Y yo, junto a aquel ataúd, no pude menos que sonreír. No pude menos que reír, a carcajadas.
La silueta de los cipreses se hacía cada vez más visible, a medida que nos acercábamos al destino. Junto a la puerta, le di al taxista el primer billete grande que encontré sin atender demasiado al color ni esperar la vuelta. Crucé el oscuro umbral y me dirigí con paso tranquilo a la sala que tenía anotada en un trocito de papel arrugado. Una vez frente a ella, volví a comprobar el papel antes de devolverlo al bolsillo y me dispuse a abrir la puerta que me separaba del interior.
En el centro, un féretro abierto, iluminado por incontables velas azules y envuelto por el intenso olor a incienso. Nada más. Nadie más. Justo como lo esperaba.
Me acerqué lentamente, rompiendo con cada paso el silencio que invadía la estancia y midiendo cada movimiento con cuidado. Me acerqué hasta donde la luz de las velas me permitiera ver el rostro con claridad.
Y allí me vi, tumbado, esperando nada. Vi mi rostro, pálido y sin expresión alguna.
Y yo, junto a aquel ataúd, no pude menos que sonreír. No pude menos que reír, a carcajadas.
3 Comentarios:
buenisimo me re gusto te felicito
EUGENIA
Quién eres?
Es verdad que tu escribiste todo esto ?
Llegue a esta pagina buscando el libro de Cioran, y aun no lo he leído es por eso que no se si son tus escritos, pero si es así,tengo que darte gracias y felicitaciones.
Saludo de Mexicali ksfjkafjgdfglkfgl
No me esperaba ese final. Me gusto mucho, en serio.
Saludos desde Sinaloa México.
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